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Allende

 

Las caras de la gente eran borrosas y luego definidas, sus rasgos delineándose como una conversación que sólo se entiende cuando te acercas. Ya cerca enfocaba en el área de los ojos, miraba detenidamente, pensando: estos sí. Estos no. Estos definitivamente no. Estaba buscando lentes. Había perdido los míos en una cascada y, si bien el agua era transparente, el marco de mis lentes lo era también. En esa selva habría muerto de vista débil hace un par de milenios, pero caminábamos en fila india y el verde a lo lejos, vuelto puro color, me daba una angustia que se olvidaba fácilmente por estar con gente conocida. Me acerqué más a ese terror animal caminando sola por las calles de la ciudad, transbordando en el metro y teniendo que decidir cómo serían mis nuevos lentes. Es que son el marco de los ojos. El marco en sí no cambia la mirada, pero sí cambia la reacción de los demás ante nosotros, entonces de alguna forma sí cambia la mirada. Como aquella paradoja del experimento en la física cuántica. En fin, una decisión importantísima, tanto que no la quise tomar; me decanté por los mismos pero de otro color, ya no transparente, por si vuelven a caer al agua. Pero tardaban diez días. Entonces fui, con la libertad de elegir tan solo el repuesto, a metro Allende. Ya antes, como a todos, se me habían acercado con la promesa de una visión rápida y barata. Yo los había ignorado, con la sordera campante de una vista prístina. Así como los lentes de las demás personas en la calle aparecieron durante los días que yo no tenía–nunca había notado que somos tantos– los volanteros que promocionan ópticas se me acercaron como zopilotes tan solo poner un pie fuera de la estación. No sé cómo elegí entre el grupo de cinco que me rodeó, quizás fue el que habló más alto. De pronto estaba ya siguiéndolo por Motolinia, ya confesándole mi presupuesto, ya hablando con una chica –sin lentes– al fondo de alguna de las tantas plazas de la cuadra. Elegí el marco en cuestión de un par de minutos, le di la receta y el adelanto, y me vi expulsada de nuevo a la miopía abrumadora del centro. Una hora después vi todos los brillos de todos los lentes de todos los aparadores de la plaza: brillos multitudinarios como los de una cascada estruendosa, como todas las caras nítidas que aparecen al salir a la calle, como las miles de hojas definidas en las copas de los árboles. Invisibles, justamente por permitirme volver visible todo aquello, los lentes frente a mis ojos. 

         La sorpresa de la cantidad de cosas que conviven en la ciudad, distintas pero encimadas, se volvió invisible a su vez después de un par de horas. No sé, a veces recuerdo lo fácil que fue encontrar esos lentes entre miles. Sin el guía que me encontró en la puerta de la estación la decisión hubiera sido paralizante. Los ojos todo el tiempo eligen dónde enfocar, sin tomar una decisión consciente. Disciernen información que entra en multitudes, como la cantidad de agua que cae por segundo en una cascada. Los ojos son esos guías silenciosos que nos llevan de la mano por las calles, y leen, sin pensarlo, AQUÍ. *

 

 

*También tuve suerte. Los comentarios del internet tienen opiniones ambivalentes sobre las ópticas de la zona y sobre los volanteros. Este texto de ninguna forma es una recomendación. 

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