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Gentes conocidas pero desconocidas

─ Nuestra necesidad de consuelo es insaciable ─, 

 

responde Ángel, cuando le pregunto qué está leyendo. Estamos en uno de los balcones que dan hacia el lado este de la Ciudad; a lo lejos, pasando el jardín exuberante que rodea al edificio, se adivinan la Catedral y la Torre Latinoamericana como desdibujadas en una acuarela rápida. El cielo es de un blanco espeso e imperturbado, mezcla de nube y dióxido de carbono. Hace calor de mayo y el viento que dobla los árboles da la sensación de que se acerca un huracán.  Ángel estaba solo en el balcón hasta que llegué a interrumpir su lectura.  "Es como si tuviera una relación de amor con la biblioteca", me dice, y me dicta el "ocho tres nueve, dos puntos, ochocientos once ce hache" que tiene escrito en la palma de su mano, por si quiero buscar a Inger Christensen en la sección de literatura escandinava. Ahí encontró el libro delgado de Stig Dagermann, al que regresa cuando salgo del balcón para entrar a la biblioteca. 

 

Son las 13:14 del 16 de mayo del 2019, día de contingencia ambiental. Los sensores de la entrada han registrado 2213 entradas y 895 salidas desde su apertura, a las 8:30, hasta este momento. Quizás hoy vino más gente de la que viene un jueves por la mañana común y corriente, porque las clases se cancelaron y el gobierno de la ciudad emitió la recomendación de no hacer actividades al aire libre. La biblioteca está contenida entre un techo luminoso desde el cual se sostienen los balcones de estanterías que parecen flotar suspendidos, y cuatro paredes: dos largas, que van de norte a sur, y otras dos delgadas y altas, que son más bien ventanas hacia la ciudad, terminan de encerrar el espacio. Los balcones con estantes se repiten idénticos uno tras otro como si estuvieran entre dos espejos de frente causando un reflejo infinito, y al verlos desde abajo da la sensación de que son edificios que se alzan monótonos en una ciudad distópica, donde la civilización vive aislada del exterior porque hay demasiada contaminación.

 

A Graciela le recuerda a la película de Monsters Inc., esa escena donde miles de puertas vuelan de un lado al otro, y cada una lleva al cuarto de un niño en algún lugar del mundo a quien asustar. Está sentada sola en una de las mesas largas que dan al centro de la biblioteca estudiando libros de derecho. A veces viene toda la tarde, porque le queda de paso en su transbordo del metrobús a la línea B del metro. Me cuenta que le gusta observar a las personas que salen a divertirse los viernes en Reforma, o a las que se pasean en la Alameda. Las mira tomándose fotos, paseando con su familia o con sus novios, andando en patineta, y siente que así las conoce a pesar de que no les habla. 

 

─ A este hidrógeno le falta...

 

─ Mira, aquí se para un ratito ─ (a su amiga, mientras ven el video de un lagarto)

 

─ La gente que usa su coche todos los días es la que contamina. 

 

─Güey, a mí me da uno. Lo redondeé güey. 

 

Las palabras viajan y se difuminan entre las paredes. Pasos, elevadores que llegan con dos notas, el rechinido y girar de llantas de los carritos que distribuyen los libros, tecleo de computadoras, voltear de páginas de libros, una carcajada, el walkie talkie de los policías que le piden a los usuarios que no saquen las sillas a los balcones, que bajen sus botellas de las mesas, que se despierten por favor. Probablemente, para quien está escribiendo su ensayo para mañana, todo se diluye en un murmullo de fondo homogéneo, o se sustituye por música en audífonos, de esa con la que te concentras mejor.

 

Se puede ver de un extremo al otro de la biblioteca. Después de un rato, da la sensación de ser una casa de muñecas despojada de fachada exterior, donde se pueden observar simultáneamente todos los espacios, a cada integrante de la familia en su cuarto. Veo a personas a lo lejos buscando libros en los balcones, caminando en los pasillos, en uno de los puentes, sentados trabajando, saliendo de un elevador. La mitad de ellas están solas. Justo frente a mí, atravesando el vacío de 10 metros que separa un puente del otro, se sienta como reflejándome una mujer ensimismada que ahora escribe, ahora ve su celular, ahora mira fugazmente frente a ella y se encuentra con mi mirada. Observo a un hombre que pasa detrás de ella y trata de ver lo que está haciendo en su computadora, después me mira a mí, mirándolo, y regreso a mi pantalla. 

 

─ Vas a acumular el impuesto cuando el préstamo... 

 

─ ¿Sí te conté que...?

 

─ Si la cisterna tiene que ser de setenta y cinco metros cúbicos entonces...

 

─ Gentes conocidas pero desconocidas, es una paradoja ─, 

 

dice Mario, al hablar sobre las personas que ve cotidianamente en la biblioteca. Es flaquísimo, encorvado, de pelo largo y canoso. Sus ojos desbordan amabilidad por la amplificación de los lentes gruesos, de marco delgado, a través de los que me mira fijamente mientras platicamos. Me cuenta que hay una muchacha a quien alguien debería de llamar la atención, le preocupa: "¿No la has visto? Está siempre aquí, vestida de blanco, yo creo que estudia medicina. Medio gordita. Desde hace como dos años viene a perder el tiempo. Lee libros, pero no de medicina. Yo creo que tiene problemas en su casa y en la escuela, y se viene aquí. Nunca me he atrevido a hablarle y despertar su conciencia, en estos tiempos con eso del acoso". También ubica a varias personas de la tercera edad, como el señor que se parece a Danny DeVito que sienta en una barra de las de abajo, con su laptop, y se va como a la una, siempre estudiando quién sabe qué. 

 

─ Uno... dos... tres...

 

─ La verdad güey, no en mala onda, con esa actitud y esos problemas mentales... 

 

─ Los procesadores...

 

─ Disculpe, ¿me podrá dar la hora por favor? ─, 

 

me pregunta Tiago. Está sentado junto a mí en una de las barras de madera que dan hacia la estación Buenavista, estudiando funciones de un libro gordo llamado Álgebra y Trigonometría. Se sienta aquí cuando se quiere concentrar, pero cuando se quiere distraer se sienta "allá, donde está el chavo con el reloj", en uno de los puentes que atraviesan la biblioteca de un lado a otro. "Y de ahí veo la estructura, las escaleras que como que se doblan, yo creo que por el metal que usaron. Pero ahorita me quería concentrar".  Me señala los jardines, me cuenta que le gusta ver cómo se curvan las plantas, y cómo esa curva se junta con las curvas de otras plantas y hacen formas. También ve formas en los cúmulos de hojas, que se juntan con otros cúmulos de hojas; dice que es como ver su condensación. Desde los balcones se asoma y ve a los grupos de personas que también hacen figuras, hexágonos y otras formas geométricas, ("ay, ¿ya te harté con lo que estoy diciendo?", "no, no, cómo crees") de la misma manera en que le encuentra formas a los grupos de hormigas. Me cuenta que no tiene casa, que duerme en un cuartito por Tacuba, que estudia ingeniería mecánica y eléctrica en FES Cuautitlán. No tiene computadora, en vacaciones viene a usar las de aquí. Me pide que vigile sus cosas para que pueda ir al baño, cuando se levanta veo que trae un poncho largo por debajo de su sudadera, aunque hace calor.

 

En el primer, cuarto y séptimo piso se prestan computadoras con acceso gratuito a internet. En total hay un poco menos de 400 máquinas, y en un paseo distraído por los pasillos se pueden ver las pantallas: hojas de excel, video sobre contingencia ambiental, hoja de word con un ensayo escolar, animé, facebook (guardando todas las fotos del perfil de una mujer en  su computadora), solitario, video de corridas de toros, video de trucos para mejorar la tiroides, ejercicios de mecanografía, facebook, mapas, fotos de coches, facebook, noticiero, ajedrez, telenovela, citas online, excel, poker, facebook, solitario, documento de word, video de salsa, fotos de Madonna. 

 

─ No, no te preocupes, sí es de tiempo pero lo puedo dejar un ratito ─,

 

responde Luis Manuel mientras hace una movida en su juego de ajedrez contra alguien en España. Viene de seis a ocho horas diarias a usar las computadoras, y cada dos horas cambia de piso. Cuando ya pasaron 6 horas vuelve al de hasta abajo, donde ya cambiaron de turno, y puede volver a pedir una computadora. Antes iba a cafés internet pero se gastaba mucho dinero. Además de jugar ajedrez, viene a aprenderse temas de canciones: me enseña una página de su libreta con el título "The Outfield- All The Love In The World", donde escribió cada línea en inglés y en otro color, intercalada, la traducción al español. Se dedica a cantar en restaurantes y se sabe como 30 canciones de los Beatles en español, lo cual le gusta a la gente. A veces saca libros de teología porque le interesa saber "quiénes somos, a dónde vamos y de dónde venimos, las preguntas fundamentales". Me habla un rato sobre el Sermón del Monte, el mensaje de Jesús y el poder de la oración. 

 

Me sigo paseando por la biblioteca: un hombre sentado solo escribe es su libreta "la vida es...", una niña hace un trabajo escolar con su madre cuyo título es "La biblioteca Vasconcelos", ellos dos están estudiando matemáticas, unas cinco personas sentadas en la alfombra ordenan tiras de papel con texto, un hombre le lee un libro a su novia, dos bailarines dan vueltas en círculos sin dejar de mirarse a los ojos, un hombre hace un plano arquitectónico, otro dormita en un sillón con un libro cubriendo su cara, otro ve a la pared de enfrente sin hacer nada.

 

Las personas con las que hablo vienen a buscar tranquilidad y concentración. Sin embargo, todas están dispuestas a dejar lo que están haciendo para platicar conmigo. Parece que nada es tan urgente como para no tener una conversación con una extraña. Juan ("ponle que Juan", cuando le pregunto su nombre) me mira con extrañeza cuando le digo lo que estoy haciendo. Está estudiando inglés. Tiene un diccionario gigante llamado Harrap's apoyado sobre otros dos o tres libros, y una libreta llena de notas de colores, donde se lee "sing, sang, singing", entre otras muchas conjugaciones de verbos. Mientras alisa nerviosamente el saco sobre su regazo, me cuenta la historia de su vida: cómo su tío lo explotaba laboralmente en Cuernavaca cuando se fue a hacer la prepa allá, sus estudios en el Politécnico al tiempo que era guardaespaldas de un funcionario público, cómo la esposa del funcionario salía a dar paseos en coche por Reforma a la una de la mañana - y su descubrimiento de que la gente riquísima no es feliz -, sus años en Estados Unidos, las clases de matemáticas que da ahora en un colegio fresa.  Algunas tardes va a la zona Rosa a practicar su inglés con gabachos, y ha hecho buenos amigos así: "El ser humano no puede vivir en el el cerro, eso está probado. Es como la soledad de los prisioneros, que se matan. El humano tiene que estar interactuando, más ahora, que hay tanto celular y computadora". Me dice que la mayoría de la gente en las computadoras de la biblioteca está en redes sociales, y que una vez el FBI le escribió. Lo querían conocer porque es de los pocos correos que no tienen una cuenta de facebook asociada. 

 

Una policía me cuenta anécdotas de la biblioteca: la mujer a la que acosaron en un baño, la cantidad de vagabundos que vienen a dormir en los sillones, el suicidio de un joven que se tiró de uno de los balcones interiores. Me cuenta que vienen muchas personas de la tercera edad a pasar todo el día aquí: "Hay amigos, pero también enemigos, y a veces tenemos que ponerlos en pisos distintos para que no se peleen”. 

 

Mientras platico con Mario, que ahora me cuenta sobre los libros que está escribiendo, llega su amigo Carlos a decirle que lo aceptaron en el doctorado de matemáticas. Mario lo felicita. Se conocieron en los cursos de computación que se imparten en la biblioteca. Ambos tienen unos setenta años. Carlos vino a sacar unos libros de análisis matemático y Mario está preparando clases de excel en la computadora número 23 del séptimo piso. Tiene de su lado derecho una bolsa de plástico con hojas y plumas, y dos libros: Muerte digna y Jala y vuelta al cielo: La verdadera historia de una doctora sobre su muerte y el regreso a la vida. Es que está escribiendo un libro sobre la muerte. Le gusta escribir narraciones breves ("la gente ahora ya no tiene tiempo") y literatura de fantasía. También tiene un libro de poesía. "¿Sí tienes tiempo?", me pregunta, y entra a su correo para abrir un documento cuya primera página, con letras garigoleadas y un corazón, dice "POETDROMS: Breve poesía palindrómica para corazones enamorados". Me deja transcribir uno de sus versos: "No reí. Nuez y aroma y amor hay se unieron". 

 

En el mismo piso, frente a la sección de cómics, está Juan. Lee el tomo 19 de un manga llamado 20th Century Boys, que me recomienda mucho. Viene para salir de su casa, donde se aburre, y se queda aquí toda la mañana. Me platica que usa las computadoras para ver videos en youtube, y que conoció la biblioteca hace unos años porque iba con un amigo a Fórum, la plaza comercial que está a unos pasos, y un día vinieron a hacer un trabajo escolar. Desde entonces viene muy seguido, siempre solo. Le gusta también leer fantasía y ciencia ficción. 

 

─Creo que la casa ya no es el refugio de amor que era antes ─,

 

opina Mario. En su casa no puede leer un libro, no se puede concentrar uno. "Es una cosa que no se puede explicar pero se siente". 

 

─ La gente no se abre al diálogo ─,

 

dice Abraham. Está sentado en el extremo norte de la biblioteca, porque le gusta la iluminación de los ventanales. Estudia segmentación de mercados en un libro llamado Marketing. Hay personas que se sientan siempre por aquí, a veces les dice "qué tal" y no le responden. Hay una señora que siempre anda dando vueltas, también ubica a un señor que está leyendo siempre el periódico. Me dice, con un tono un poco triste, que no sabe si seguirá viniendo cuando acabe sus estudios. Igual y sí, igual y se viene a leer. 

 

─ Si nos vemos otra vez por aquí, nos saludamos ─, 

 

se despide Mario. 

 

─ Suerte con la tesis, 

 

cuando me despido de Abraham, consternado porque ya me eternicé. 

 

El lado oeste de la biblioteca está iluminado por la poca luz de atardecer que logra franquear la contingencia. Hace un rato se prendieron simultáneamente todas las luces del edificio. El murmullo ha ido amainando y la biblioteca se vacía en una exhalación lenta. Intento seguir a personas específicas en su salida de la biblioteca: trazan una línea solitaria con su recorrido hacia el centro de la plaza de concreto, donde se encuentran con otras personas y forman figuras momentáneas. Las pierdo cuando se unen al caudal que baja las escaleras hacia el metro.

 

─ A veces me dan ganas de acercarme con alguien y desahogarme, contarle mis problemas a ver si ellos han vivido algo parecido. Pero todos están en sus cosas y no me atrevo. Si tú te hubieras acercado en la calle yo diría qué onda, me quiere ligar o qué, pero aquí hay un ambiente distinto ─,

 

confiesa Erasmo mientras nos dirigimos juntos a la salida de la biblioteca, porque ya dieron las 19:30.  Se despide de mí por mi nombre y mirándome a los ojos, con un apretón de manos.  

 

Se escribe un párrafo más o se lee la última página, se cierran las láptops y se dan clicks en "cerrar sesión". Se guardan las cosas, los libros se dejan en los carritos, se recogen las mochilas del guardarropa. Sale el economista que estaba leyendo Un hombre unidimensional para su seminario y que tomará la línea 3 del metrobús a Tlatelolco;  Grace deja de leer Los pilares de la tierra o de jugar Plantas contra Zombies en su celular y se encaminará a Xochimilco; Erasmo tomará la bici a su casa que está por La Villa, donde están su mamá y su hermana que lo distraen; Abraham y Graciela, que no se conocen, tomarán la línea B hacia Ecatepec (quizás compartan vagón); Brenda irá a uno de los eventos que estaba buscando en la página de la Secretaría de Cultura (mencionó algo en el Teatro Metropolitan); Juan irá caminando a la casa que compró por la Lagunilla con el dinero que ahorró en Estados Unidos, o a la zona Rosa a buscar alguien con quien platicar; Luis Manuel se irá a cantar a los restaurantes: "cuando me veo en problemas, mi madre Mary viene hacia mí, me habla sabiamente... déjalo ser"; Tiago a deambular y encontrar formas en las nubes hasta que le dé sueño y se vaya a dormir a Tacuba; Mario llegará a su casa y leerá algún libro al revés para encontrar palíndromos. Graciela volteará antes de salir para admirar el edificio otra vez. 

 

Pasarán todos por los sensores de la entrada, y cambiarán los últimos dígitos del contador de salidas: 4112, 4113, 4114... 

 

Serán ese desconocido al que miras brevemente a los ojos  antes de que alguno de los dos, o los dos simultáneamente, despeguen la mirada. Y llegarán por fin a algún lugar donde la gente los conozca por sus nombres. 

*Todas las fotos las encontré en Google Maps. Las caras son borradas por los mismos usuarios que suben las imágenes de 360° a la plataforma (cuando no consiguen, como el ¿hombre? de la foto del inicio, esconderse detrás de una columna).

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